Exposición de pintura
Jaté

Residencia de Mayores
Diputación Provincial
Paraje de Fuentes Blancas s/n
Burgos


Javier Fuente (Burgos, 1966) pinta, lo sabemos; ha pintado desde siempre. En el estudio, en la prisa de la calle o mal guarecido de la lluvia de Cardeña bajo un manzano. Pinta. Sigue haciéndolo. Pinta, experimenta, suda los cuadros. Los toca con las manos cuando intenta explicar lleno de vehemencia el oleaje pictórico que vive en su cabeza. Ver a un artista tocar sus cuadros es bueno; invitar a los demás a hacerlo, también: da una sensación de compromiso, de obra cierta.

Para el observador inexperto, para aquel como este que escribe cuyas carencias inundarían un bosque, la única obligación es la que dictan sus ojos al chocar con la pintura. Este observador, incompetente hasta la náusea, tiene claro el aluvión de luz que le arroyó ante un cuadro de Sorolla en el Museo D’Orsay y la herida incesante del mejor y más azul autorretrato de Van Gogh cosido a pinceladas toscas de genio. Esas visiones.

Algo de esa luz húmeda del Sena se ha colado en la exposición del pintor burgalés. El resto es autóctono. El paisaje de Castilla, el mar de cereales, la ciudad, nuestra ciudad que se va construyendo a sí misma en torno al río y la Catedral. ¿O debería decir fortaleza? Esa es la impresión que los cuadros de Javier Fuente derraman sobre el templo gótico. Hay tanta catedral, tanta solidez de piedra, tanta aguja pintada o sorprendida, insinuada de azul en una ventana o pegada al lienzo o a la madera como la piel se pega a la sangre, que uno tiene la tentación de salir de la exposición y mirarla, ir al campo que rodea Burgos y mirarla, cerrar los ojos y mirarla. Mirarla para sentirse seguro, claro; para buscar un sentido.

No es causalidad –no hay serendipia en el trabajo duro de un autor− que los lienzos de Javier no sean sólo lienzos, sino que su obra esté poblada y sostenida por maderas, arenas de obra, superficies quemadas, espumas de construcción o recortes de cuero. La solidez, ya lo dijimos. El trabajo es más profundo que un dibujo de lapiceros afilados. El trabajo sabe de simetrías, de trazos extensísimos a rotulador, de adoquines convertidos en río, de plazas nocturnas cuya claridad nos deja confundidos.

Y está el color.

Mirar, por ejemplo, la rotundidad de los bloques de color que sostienen las Casas Colgadas de Frías. Esas rocas desmayadas de graffitis. Y levantar la vista, saltarse los palos y las ventanas –única representación figurativa del cuadro− y toparse con el cielo: un cielo cuadriculado, en bloques, rugoso de los materiales que lo forman.

Está algún pequeño capricho como un Atardecer en Burgos, una tabla mínima de tamaño, minúscula casi, en la que el dibujo no aparece, no existe. Sólo colores primarios a golpe de espátula. Madera y pintura. Delicia en la madera.

Y está también, por encima de los meandros de la investigación casi científica, la marca inquebrantable de los cielos. Salir de la exposición con la certidumbre de que los cielos son y serán siempre amarillos, ásperos, poderosos. Buscar en alguno de esos cielos una silueta pictórica –catedral o fortaleza−, un horizonte que aleja la abstracción y nos hace perdernos en la búsqueda de trazos verdes sobre la superficie. Entren en el juego. Háganlo: busquen un cielo que esconde divertidos trazos verdes.

Texto Raúl Elena Calvo
Escritor burgalés

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